17.2.10

ENTROIDO

DE TRENES Y LIBROS




Podría decirse, por decir toda la verdad, que yo fui un adolescente conflictivo. A menudo me ausentaba de clase durante semanas ( todavía hoy cuando paso por delante de algún colegio, instituto o similar, procuro cambiar de acera) y me iba a las vías a ver pasar el tren. Y allí sentado, con la cartera llena de libros absurdos tirada a mi lado, yo fabula con subir a alguno de aquellos trenes y escapar directo al corazón de la segunda guerra mundial a salvar a los buenos y conquistar chicas bellísimas. O a algún lugar imaginario donde convertirme en un héroe de leyenda. Pero la realidad es que aquellos trenes de provincias, tan sólo me hubieran llevado a Vilagarcia o a A Coruña como mucho.

Un día, el mejor de mi vida si descontase el nacimiento de mi hijo Samuel, descubrí la literatura. Para alguien como yo al que el mundo real le parecía poco más que un agujero incómodo y lleno de seres extraños, aquel descubrimiento fue un flash. Una conmoción. Una ventana a la que asomarse para respirar, un bosque frondoso en el que construir una cabaña de la que no regresar jamás. Al que no le hay pasado esto, lo acompaño en el sentimiento.

Así que me puse a leer, y doblando esquinas me encontré con entrañables piratas cocineros, mujeres arrebatadoras paseando con sus mascotas por la orilla del mar, lúcidos dementes escribiendo su desesperación a la luz de las velas, capitanes atormentados a la caza de la ballena blanca, heroinómanos recorriendo la ruta 66, guardianes entre el centeno, voluptuosas criollas empapadas en sudor apartándose los mosquitos a manotazos, hombres con corazón de perro, hombres con aspecto de insecto, suicidas que escriben con sangre sobre la pared, padres terribles en la costa de los fanáticos, el dulcísimo vino del estío. Y me encontré, al fin y al cabo, con la vida.

Algunos de mis mejores amigos, viven en las páginas numeradas de las novelas que he leído y atesoro en mi salón. Cada vez que los visito me cuentan algo distinto con las mismas palabras de la primera vez. Nunca cambian y siempre son distintos. El tiempo, que me sentencia a mí, a ellos los indulta.
De modo que hoy pienso que aquel día, que compre el infinito en -“La isla del tesoro”- a un vendedor ambulante a pie de playa, con un préstamo de mi hermana ( jamás lo podré devolver), compré también el motivo.
Desde entonces el agujero ya no es tan incómodo, siempre que haya una librería cerca claro.

Doy gracias y pido perdón, por los trenes y por los libros.

10.2.10

ATASCADO EN LA CARRETERA



Lo que más me gusta de las novelas de este autor son las reseñas de las contraportadas o los faldones de sus libros, en los que se apunta el argumento. Un hombre y su hijo atraviesan un mundo apocalíptico, un grupo de soldados de caballería cruzan la frontera de México para dar caza a unos forajidos, un ciudadano hastiado abandona para irse a pescar a los pantanos de la América profunda. Me cautivan esas solapas. Pero todo mi interés se desvanece a las 10 o 15 páginas de profundidad. No niego la calidad de su literatura, es evidente, como tampoco podría negar la calidad artística de una opera de Mozart. Pero no son para mí.
Al final y después de haber intentado varias veces leer La Carretera, tendré que esperar a que se estrene la película. Porque debo confesar, no sin fastidio, que Corman Mccarthy, el Valium 5 y un tal Borges son lo más soporífero que tengo en casa.

pd: seguiré intentándolo

2.2.10

EL NOMBRE DE LA PIEDRA





El olvido, es sin duda, la calle más transitada de la historia. Por ella atraviesan gentes humildes, de nombres comunes, de apellidos perfectamente intercambiables, con caras tan parecidas los unos a los otros que se podría decir que no tienen rostro. Gente que viene y que va pero que siempre se queda, que hacen fiesta los días de diario y bulto en las efemérides.

El olvido es una calle estrecha escrita entre las líneas de los libros de historia. Es una calle lóbrega en la que da un sol pequeñito, el sol que sobra de otras partes y que llega agotado de iluminar estatuas y fechas y jardines y banderas y cristos. Es una calle constreñida por un muro que cubre el horizonte, a modo de paredón. Es una calle sin ventanas.El olvido es la calle donde nací yo.

Pero no escribo esto por eso, lo escribo porque, a veces sucede que se cae el muro y entra el sol y entonces al olvido le crecen plazas donde no había siquiera paisaje. Y esas plazas tienen nombres propios, por ejemplo Marcial Villamor Varela. Y uno puede por fin sentarse en un lugar que ya no es cualquier lugar y ver como sus hijos crecen sobre la memoria y no sobre el olvido. Sobre la suma y no sobre la resta. Sobre lo que fuimos o pudimos ser y no sobre lo que no quisieron que fuéramos. Porque, aunque pueda parecerlo, inscribir un nombre sobre una piedra no es un acto superficial, ya que una piedra con nombre nunca más volverá a ser una simple piedra.

Y escribo esto sobretodo porque, a veces, los olvidados celebramos nombres que los olvidadizos tenían completamente enterrados.

Yo me llamo Javier y soy nieto de la memoria.